Sentados
alrededor del cálido kotatsu, antes de degustar las exquisitas calabazas y
arroces, destinados para el Tojû, la noche más larga del año, el abuelo sacó un
enorme espejo colocándolo encima de la mesa. Guardamos silencio, con un gesto
de su mano me invitó a sentarme a su lado...
“Hace mucho
tiempo nuestro mundo se sumió en una absoluta oscuridad, el corazón del campo
se heló, lágrimas del cielo anegaban pueblos con riadas. Sin sustento, sin
cobijo y sin abrigo el pueblo moría, devorado por la tristeza.
Enviaron
mensajeros al dios de la inteligencia, los acontecimientos inundaron de llanto
los ojos del sabio, ¿como un hermano, nacido de la misma lágrima izquierda que
su hermana, había cometido aquella atrocidad?
El sabio quiso
ver por sí mismo porque Amaterasu, la megami de la que emana toda la luz, los
había abandonado, encadenándose en una cueva, culpándose del daño que su
hermano, embriagado y loco, había infligido. En su periplo, contempló los
cadáveres de las doncellas atravesadas por las astillas del carro de Amaterasu,
el ensañamiento con que había destripado al Caballo Celestial de su hermana.
La diosa de la
compasión no pudo con su dolor, creyéndose responsable de la fealdad del alma
de su hermano.
El sabio debía
restablecer la confianza e inocencia, que el Sol, había perdido.
Reunió a todos
los dioses: la alegría, la danza, la música, frente a la cueva de Amaterasu,
una melodía llamó la atención de la diosa, asomándose con curiosidad para
observar aquella algarabía que se escuchaba fuera. El sabio, rápidamente,
colocó un espejo frente a la megami, reflejando en él un mundo de resplandor y
belleza. Ella preguntó quién era aquella
diosa, el sabio se arrodilló - Solo,vos. Amaterasu.”
Al concluir,
el abuelo me hizo cosquillas, colocó el espejo frente a mi sonrisa.
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