Lo que más me
gustaba de Adriana era su cuerpo.
Pero bueno,
debía ser como mi madre. Mi madre era
tan formal. La ejecutiva perfecta. Sus vestidos.
Sus peinados. Sus sostenes con
varetas de acero incrustadas. Sus
enaguas. Sus zapatos cerrados de taco
mediano. Su cartera de piel en perfecto
maridaje con los zapatos. Su Cadillac de
ejecutiva. La contadora corporativa
ideal.
Adriana era
una mujer grande. Muy grande. El tamaño de sus pies competía con el de los
míos. De tan solo mirarla estaba seguro
que mis calzones se ajustarían perfectamente a sus caderas.
Cuando llegó
el momento de los anuncios en la Misa, ella se levantó para informar la
creación del Coro Parroquial de la Juventud.
La fiebre con Juan Pablo II era grande.
Las travesías del Papa Viajero eran inspiradoras y todos soñábamos con
cantarle al pescador de hombres. Estaba
seguro que allí, con ella, era que yo quería estar. Terminada la celebración me le hice
disponible. Desde entonces fuimos amigos
inseparables.
Fue una
perfecta e inmediata infatuación. Yo no
cantaba. ¡Y qué importaba eso! La magia del coro era la de muchas voces que
solas no nunca dirían nada pero juntas eran maravillosas. Aunque no era el coro, era ella. Tan grande.
Tan comedida. Tan poco
llamativa. Tan poquita a pesar de ser
tan grande.
La voz de
Adriana tenía una relación inversa al tamaño de su cuerpo. Algo así como un pollito en el cuerpo de una
gallina muy grande. Armoniosa y aguda,
su voz tenía un exquisito registro vocal de soprano que solamente podía ser
melodiosa cantando en un coro. Su cuerpo
excedía por mucho su recato y delicadeza.
No en balde ningún hombre se había fijado nunca en ella.
Yo, que
siempre había orinado sentado como mi madre me había enseñado –para que no
mojara el piso y contuviera mis excesos– podía entender, compadecer y admirar
perfectamente a una mujer como Adriana.
Un espíritu frugal obligado a una gran jaula. Un alma moderada aderezada con excesiva
parquedad. Lo contrario a mí. Un caballo indomable encerrado en la jaula de
un pajarito.
La conquista
fue sencilla. Las visitas a su casa se
hicieron frecuentes. Y nuestros padres
se sintieron muy felices. Ellos, que se
habían adelantado a hacerse de la idea de que ninguno de nosotros le daría
nietos.
El padre de
Adriana promovía que me quedara solo con ella en su cuarto. Mientras mi madre me exhortaba a quedarme en
su casa a dormir. Me pasaba las tardes
metido en el cuarto de Adriana. Cantando
con ella. Ensayando juntos para el coro. Me gustaba hacer las voces de ella. Me era muy fácil pasar de tenor a
contralto. Muy fácil.
Ya estaba listo. Siempre lo estuve. Desde el primer día.
–Mis zapatos te sirven, le dije una tarde a Adriana.
–¿Me los pruebo?
–Yo creo que a ti te sirven los míos, dijo ella.
–¿Tú crees? ¿Me los pruebo?
Cuando caminé
por primera vez con tacones el corazón se me quiso salir. Era como manejar un auto deportivo para un
chico pobre criado en arrabales. ¡Un
sueño! Los ojos me brillaban. Adriana estaba muy contenta. A los pocos días estábamos experimentando con
nuestra sexualidad y yo me estaba poniendo la ropa de Adriana. Era nuestro juego más divertido. Los sábados ella me maquillaba el rostro para
practicar conmigo su técnica de embellecimiento y yo me ponía sus batas con sus
tacones mientras ella lo hacía. Y éramos
muy felices jugando nuestro juego.
El destino,
como siempre, se tornó predecible. Como
el amor y la tristeza. La enfermedad y
la cura.
En poco tiempo
nos casamos. Y tuvimos un hijo que nos
hizo muy felices. Y como desde el primer
día, siempre nos entendimos. Siempre
hemos sido felices.
Seguimos
cantando juntos. Seguimos disfrutando
nuestros juegos. Nuestra felicidad. Dejando de ser tenor para convertirme en
contralto. Dejando de ser Emilio para
ser Julia.
Frase de la película "Transamerica"
Más de Reynaldo Alegría en su blog www.reynaldoalegria.wordpress.com
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