Sábado. Me
levanto y como una autómata me voy al lavabo y antes de hacer cualquier otra
cosa, me voy directa al espejo. No se por qué lo hago si sé a quién voy a
encontrarme. A veces pienso que lo hago porque, dependiendo de esa primera
impresión será el resto del día, porque realmente, no es por descubrir algo
nuevo. ¡Oh Dios! si, hay algo nuevo, me
he visto el nacimiento de una arruga, justo
en el rabillo del ojo derecho. Me acerco más… “si, es una arruga” Hago
algunas muecas, arrugo el entrecejo, pero está confirmado, es una arruga.
Suspiro con resignación y me digo a mi misma “qué esperabas si estás ya en los
30” Sabía que cualquier mañana podría ocurrir por lo que, lejos de preocuparme,
celebro mi predicción. Me voy a la cocina y me preparo el primer café del día, este
con sabor a madurez.
Dice mi
madre, que es como todas las madres, muy sabia; que a lo largo de la vida de
una mujer, esta se hace varios balances de su vida, porqué en cada uno de
ellos, cree haber llegado al momento justo para hacerlo. Es algo así cómo
cuando se celebra el partido de fútbol del siglo, de todos los años. Pienso que
he llegado al momento del primer balance. Mejor pasar de largo por aquella
etapa de mi niñez hasta la que me lleva mi memoria, cuando me pasaba horas
frente al espejo mirándome para ver si podía adivinar cuando aparecerían los
dientes que todavía me faltaban. O cuando me quedaba dormida mientras mi madre,
con gran paciencia, me peinaba y tejía trenzas, en aquel momento, soñaba con
ser un niño, con el pelo muy, muy corto.