El otoño comenzaba a sentirlo en
la piel mientras bajaba la pendiente del castillo hacia Nerudova. Hacía días que había decidido tomar ese
camino para llegar a Mala Strana en vez de atravesar el Callejón del Oro, contraviniendo
los consejos de su madre, pero es que el callejón le parecía demasiado sombrío
a esa hora de la madrugada. No es que hubiese más movimiento a esa hora por el
barrio, pero al menos, las fachadas de los palacios eran bonitas y armoniosas y
eso hacía la caminata más llevadera. Lo llamaban el Camino Real y él lo
recorría a diario, “pero en vez de corona, llevaba un cesto con pasteles”,
pensó y sonrío. A pesar de verlos a
diario, le llamaban la atención los símbolos con los que se identificaban las
casas: el león, los violines, los cisnes…
- ¡Joven! ¿te quedan pasteles de
crema?
Oyó la voz de una mujer que le
pareció que venía de la casa de los soles.
Se detuvo en seco y giró la cara hacia la casa, pero no vio a
nadie. Cuando iba a reanudar el paso volvió
a oír la misma voz con la misma pregunta y de nuevo buscó hacia el mismo lugar.
Nada. Pensó que tal vez era alguna
criada levantada a esa hora para sus labores que tenía ganas de bromas, por lo
que no hizo mucho caso y continuó su camino.
A los pocos pasos se encontró de frente, sentada en un pequeño muro, a
una mujer cubierta con una capa roja, cuya capucha no dejaba ver con claridad
su rostro y en la mano una mugrienta bolsa de tela. Se sobresaltó y no atinó a decir nada. La mujer, con una voz más suave y un tono muy
bajo le volvió a preguntar:
Una vez
existió un latido, un tic-tac que se vio roto durante su desgastada vida. Un
corazón inamovible, congelado durante periodos infinitos, bañado por la
oscuridad, el frío y la cruda soledad. Hasta que un día, escuchó un pequeño golpe, un tic que asumió
era irreal, inventado, ficticio. Una
pequeña brisa que rozó su pecho, haciéndole sentir inseguro. Escucho otro
golpe, un tac que le recorrió el cuerpo, invadiendo cada espacio de miedo. Creó
otro mundo paralelo, donde el latido no supusiera un peso. No existía dolor, porque
no dejaba que hablará su esperanza. Tampoco había cabida para el amor, pues no
creía en él. La luz le bañaba poco a poco, alcanzando todo su espacio. El
tic-tac luchaba por hacerse oír, por recordar que aún existía. El corazón
luchaba para devolverle a la vida, la cabeza se llenaba de teorías elementales,
vacías, pero que le hacían retomar el
control.
El miedo reía,
caminaba a sus anchas apagando la luz y su sonido, día tras día; dando por
ganada su batalla, jugaba con ese sentimiento porque se sentía fuerte, ganador.
Mientras su pecho yacía hundido, sin revelarse. Apenas pensaba que era lo que
estaba sucediendo. Y pasó… Una mañana tras abrir los ojos, un fuerte golpe se
adueñó de su alma… Había vuelto, recuperando su luz inmensa, valoraba su miedo pero seguía latiendo. Se
oía por encima de las nubes, y atemorizado decidió dejarle fluir… Saber dónde
llegaría de nuevo, y llegó al lugar más bonito que jamás habría imaginado. Se
reunió con su otra alma, que también latía por encima de lo inexplicable.
Una vez, existió un latido… Que luchó por su
destino.
Nunca había visto nevar desde que
nació en Haití; su vida había trascurrido envuelta en paralelos cercanos al
ecuador. Ahora, veía la risa juvenil del cielo, y se sorprendía que todos los
habitantes de la ciudad, que llevaban vidas sin ver esa nieve, se olvidasen de
todo. No lo entendía.
Tal vez llevaba mucho tiempo
encerrado en sus proyectos revolucionarios, ¿Por qué se sentía tan extraño a
toda esa gente risueña? ¿Por qué dejan de ver que hay que esforzarse al final
del camino?
El viento traía más nieve. El
frío y agua helada, hacían dudar a su sangre cálida, a sus intentos de cambiar
el mundo, pagando los precios que fuesen necesarios, cambiarlo a lo ancho y
profundo sin miramientos. Seguía cayendo la nieve a lo largo de la calle donde
vivía, y de otras calles más allá de su vista, podía estar cayendo a lo largo
del ancho y profundo mundo y él no saberlo.
Pablo no oyó cerrarse la puerta. Solo el sonido del silencio
que lo invadió en un segundo, para hacerlo sentir diminuto, minúsculo,
insignificante…
No estaba preparado para aquel momento, ni nadie lo hubiera
estado. Porque cuando se da todo no se espera el vacío por respuesta. Y ahora
solo sentía aquel erial de emociones que lo habían borrado de la faz de la
tierra.
Aquellos minutos no los olvidaría nunca. Marcados a fuego de
palabras que retumbaban en su interior como un cincel homicida. Barriendo la
alegría y la ilusión acumulada en un corazón que ahora solo era desierto.
Para dejar de ser consciente del tiempo. De las horas. De
los días.
Dejar de ser. De estar. De vivir.
Porque cuando el dolor es tan profundo, la vida no sigue,
solo pasan los días; pero sin darnos cuenta, como si todo se hubiera detenido
para nosotros y la existencia siguiera en un mundo ajeno, fuera de uno mismo.
Cerrar una historia...
Cerrar una historia…
̶ ¿Quién puede cerrar una historia de un portazo, sin más? ̶
se preguntaba una y otra vez en su cabeza sin encontrar respuestas.
Como era posible que tanto amor no mereciera otro fin o al
menos una oportunidad para renacer; cuando ni siquiera era consciente de que
languideciera. Y no aquel frío. Aquella soledad yerma que no tenía sentido.
Porque el amor era para valientes, pensaba. Y cuando se ha
construido con tanto cariño, dándolo todo, no merecía aquel final ni aquel
silencio aunque la tristeza fuera compartida. No cabían excusas, ni disculpas.
Porque lo que se había tejido despacio no se podía deshilar en un minuto. Y
sobretodo porque la quería con todo el corazón.