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domingo, 2 de febrero de 2020

Arabesque





Sus  pies, casi deformes, eran el recuerdo de muchos años de trabajo, dolor y sacrificio, pero eso ahora quedaba muy lejano. Siempre pensó que sus padres al elegir su nombre habían iniciado una historia de contradicciones.  Llamarse Clara y no haber tenido nunca nada claro resultaba un poco cómico. 
Tenía ocho años cuando entró en aquel salón lleno de espejos y largas barras de madera adosadas, con el suelo de parquet algo desgastado y unas niñas con leotardos y mallas. No quería soltar la mano de su madre y se escondió detrás de ella para observar el mundo en el que habían decidido que se desenvolvería a partir de ese momento. Su madre, su escudo para protegerse del mundo, pretendía dejarla allí sola. Aunque dijera que era bueno para ella porque tendría amigas, porque era una forma de relacionarse y hacer el ejercicio físico para el cual tenía las condiciones apropiadas, ella sentía que la estaba abandonando. Allí se quedó con un grupo de chiquillas, todas más o menos de su edad pero que se movían con una soltura y seguridad envidiable, reían y bromeaban sin notar que ella estaba presente y luego, todos aquellos espejos a los que tanto odiaba. Cada vez que se miraba en ellos su inseguridad crecía un poco más. Todas callaron cuando entró al salón una señora vestida como ellas, que con dos palmadas logró que todas se pusieran en fila frente a una de las barras y disciplinadamente esperaran órdenes.  La señora se acercó a ella, la tomó de la mano y la situó justo al final de la fila de momento, tú solamente imita lo que hagan tus compañeras”. 


Era una niña muy pequeña para su edad, tan delgada que a su madre le costaba mucho trabajo encontrarle ropa adecuada, siempre iba vestida como una niña pequeña. Además era demasiado tímida. Apenas hablaba si no era en casa cuando estaba en familia. No como su hermana mayor Eloisa, tan bonita y lucidora, tan risueña, simpática y parlanchina que todo el que la conocía tenía que hacerle algún comentario, a ella, o a sus padres.  Eso pensaba Clara cuando se metía en su mundo y veía el resto como una espectadora. Nunca le faltó el cariño los mimos y la protección de sus padres, ni de su hermana, pero ella se sentía diferente, se sentía poquita cosa.
Con el tiempo, encontró su sitio en las clases de ballet. Lo de tener amigas nunca lo vio claro, porque a pesar de ser todas unas niñas, había mucha rivalidad por las palabras de reconocimiento de Madame Nina. Llegó el momento en el que ansiaba que llegara la hora de sus clases. No le importaba lo duro que eran los entrenamientos porque cada vez que se metía en los leotardos y las mallas y cuando se calzaba las zapatillas de punta, se sentía diferente, pero esta vez, para bien.  Le gustaba cuando la maestra asentía con la cabeza cada vez que hacía un buen movimiento. Sentía entonces que sus delgadas piernas  eran tan  hermosas, que lograba hacer bellos dibujos en el aire. Ahora, su físico que tanta inseguridad le había producido, era su garantía para seguir haciendo algo que la llenaba de ilusión. Pasaban los años y ella seguía siendo pequeña para su edad y su contextura de una gran fragilidad. En seis años había pasado ya por diferentes maestros hasta llegar al curso más avanzado al que podía acceder en aquella escuela, pero ella miraba lejos, quería seguir hasta llegar a ser una gran bailarina. Qué importante se sintió cuando logró su primer Arabesque y Madame le dijo: ¡parfait! Llegó a casa corriendo como una loca para contarlo y que todos la admiraran.  
Tenía catorce años y todavía seguía siendo una niña. Su madre decía que era por tanto ejercicio físico y ese empeño de no querer comer nada de grasa y su rechazo a los dulces, pero ella no tenía prisa por empezar a “convertirse en mujer” como decía su madre. De hecho, cuando por fin apareció la primera señal, la culpó porque pensaba que eso la limitaría en sus movimientos. No fue así, pero si comenzó a ver cambios en su cuerpo que empezaron a preocuparle. No obstante, seguía con sus duros entrenamientos, no le importaban los dolores en las piernas  y lo destrozados y deformados que estaban sus pies. Como premio había sido elegida para la gala de la escuela. Llevaría un tutu blanco y haría un solo. Ahora recordaba que ese había sido el día más feliz de su vida: Bailaba como un cisne, se movía en el escenario como un ser etéreo, logró su mejor Assemblé , recorrió el escenario flotando en un Chassé y todos aplaudieron cuando hizo aquel irrepetible Cabriole. Todos la admiraban.


Aquella Clara frágil y pequeña a los dieciséis años se estaba convirtiendo en una mujer diferente físicamente. De su busto surgieron turgentes senos y las caderas se transformaron en líneas curva. Sus piernas delineadas por el ejercicio, ahora eran mucho más largas y torneadas, pero sobre todo, su estatura alcanzó una medida muy superior a la adecuada para la práctica del ballet clásico. Se había convertido en una mujer estilizada y muy atractiva. Todo lo contrario a lo que le había creado tantos complejos, pero estaba perdiendo lo que le había dado tantas alegrías y sobre todo, seguridad. Ya no podía soñar con hacer del ballet su profesión, ninguna escuela la admitiría con esas condiciones físicas. Sintió una gran frustración que la hizo sumirse de nuevo en la inseguridad y los complejos. Su vida era una constante contradicción. 
Al anochecer, cerraba las cortinas y como un ritual repetía los mismos movimientos. A poca distancia, alguien la observaba con mucha curiosidad desde una ventana. También era como un ritual para él. Todos los días, más o menos a la misma hora. El movimiento de las sombras que veía al trasluz de aquella cortina le llamaba la atención. La había visto varias veces por la playa y cuando llegaba a casa, suponía que de su trabajo, o cuando se sentaba a leer en su terraza. Aparentaba ser una chica bastante normal, por eso le resultaban muy extraños esos movimientos que no lograba adivinar y que parecían toda una ceremonia. Era muy atractiva, pero también muy seria y esquiva. Cuando Emilio decidió vivir cerca del mar no imaginaba que sería su desconocida y misteriosa vecina la que le haría desear llegar a casa.
La vio sentada en la arena, tomando el sol y decidió que se acercaría a ella con cualquier pretexto. Cuando ya estaba a pocos pasos de ella, dejó caer las gafas de sol con un tropiezo que parecía accidental. Se agachó a recogerlas y la saludo muy cortésmente. Ella le devolvió el saludo y sonrió. Esto lo animó y seguidamente le comentó Creo que no volverán a ser las mismas gafas después de esto”. Ella volvió a sonreír. En pocos segundos, Emilio detalló el cuerpo de Clara. Era hermoso, bien delineado y musculado. Detuvo su mirada en los pies que los tenía cubiertos con la arena. Si quieres un poco de compañía, mis gafas y yo estaremos encantados Se presentaron y entablaron una amena conversación sobre asuntos triviales, sin preguntas, ni respuestas. Clara conservaba la timidez de la niña a pesar de haberse independizado de su familia hacía ya algún tiempo.

El sol iba cayendo ya y el viento comenzó arreciar. Sin que Clara se percatara, sus pies empezaron a desnudarse. La mirada de Emilio no pudo evitar detenerse por un momento en ellos.  No hizo ningún comentario, no necesitaba preguntar nada, pero sabía que a partir de ese momento no podría dejar de mirar hacia aquella ventana.
Volvió a cerrar las cortinas, y ya con sus mallas y leotardos se calzó sus zapatillas de punta preferidas. Saludó mirando hacia la ventana y comenzó con un Arabesque. Era lo mejor que podía ofrecer a ese público que la esperaba todas las tardes.

Autor: Nerea Acosta (@lenenaza)


"Este mundo, eternamente imperfecto, imagen, e imagen imperfecta, de una  contradicción eterna" 
 Friedrich Nietzsche




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