Se quedó embelesada
mirando la jaula vacía con la pequeña puerta abierta. Dejó los pinceles sobre
la mesa auxiliar que tenía al lado del caballete y se acercó a la barra,
extendió el brazo y un pequeño pájaro de
colores muy vivos y brillantes se posó en su mano. Cecilia lo aproximó a su
cara y el pajarillo pareció entender lo que ella pretendía, agachó su pequeña cabecita para dejarse rozar
por los labios de ella. Dio unos pasos
hasta uno de los rincones de la habitación, al lado de un gran ventanal desde
donde se podía ver el parque y la gran
avenida que bullía por el trasiego de gente y estaba inundada de luces
parpadeantes y de muchos colores. Se sentó en el suelo. El pajarillo revoloteó
un poco, pero volvió por sí mismo a posarse en ella, esta vez en su hombro.
Se lo trajo él una
tarde, un día donde la alegría flotaba en el ambiente mientras Cecilia adornaba
con guirnaldas y luces todo el apartamento. Serían las primeras Navidades desde
que se decidieron a compartir sus vidas. Era muy pequeño y venía en una bonita
jaula, como si fuera cualquier cosa
menos algo que tenía vida, pero en aquel momento no lo vio de esa
manera, le pareció que era uno de los regalos más bellos que Ángel le había
hecho. Para ella que disfrutaba tanto de los colores y del brillo que producía
la luz sobre ellos, aquel pajarillo le
parecía una bella creación de la naturaleza. Le producía ternura y ella misma
se sorprendía sonriendo cuando lo miraba anonadada, era tan bonito. Colocó la
jaula en un lugar donde pudiera verla desde su estudio, para contemplarlo mientras pintaba. Enseguida pensó que por su
porte y aquella arrogancia que le daba el saberse bello, tenía que tener un
nombre. Desde que lo oyó trinar por primera vez supo el nombre que
merecía. Lo llamó Pav, le parecía un
pequeño Pavarotti que con sus trinos le dedicaba dulces serenatas. Ángel río a
carcajadas cuando le dijo el nombre del pajarillo y la miró agradeciéndole la
ternura que ofrecía con cada una de sus ocurrencias.
Nada presagiaba que en pocos días todo
cambiaría y todas esas hermosas vibraciones se transformarían en recuerdos.
Ángel la abandonó, pero no fue un abandono consciente, ni deseado, tampoco la había
abandonado porque desapareciera el amor. Se había ido para siempre, se lo había
arrebatado una carretera fría, mojada y solitaria, impidiendo que volviera a
casa, a sus brazos. Cecilia se sumió en
una espantosa melancolía. Como una autómata recogió todos los adornos navideños
y los regalos que había comprado para Ángel los metió en una caja y los donó.
Los días empezaron a parecerle todos iguales, sin luz, ni deseos de
encontrarla. Dejó de pintar y vagaba por aquel apartamento como un fantasma. Se
había convertido en una autómata y una presa voluntaria, no solo de aquellas
paredes, sino de una conducta depresiva.
Su tristeza no le
permitía más que compadecerse de sí misma, sin mirar nada más a su alrededor.
En uno de esos despertares que a veces tenía y que normalmente la terminaban
derrumbando por los recuerdos, se percató
que Pav no cantaba como antes, solamente algún gorjeo cuando ella se
acercaba a la jaula. No tuvo que mirarlo con mucha detenimiento para darse
cuenta que al pajarillo le estaba pasando algo. Su plumaje se había tornado
gris, sin brillo y parecía encogido dentro de la jaula. A Cecilia se le
escaparon unas lágrimas viendo que su pequeño
Pav se estaba consumiendo. Acercó su cara a la jaula y comenzó a
hablarle como tiempo atrás hacía, con suavidad y mucha dulzura. Pav parecía
mover un poco su cabecita al oírla pero no cantaba ni revoloteaba dentro de la
jaula como antes. El pequeño animalillo parecía que se estaba apagando, igual
que ella. En ese momento reconoció para sí misma que había condenado al pequeño
a su misma suerte, que cómo una sonámbula, solo se había acercado a Pav para
ponerle agua y comida, pero él necesitaba algo que lo alimentaba más, su
cariño. A partir de ese día estuvo muy pendiente de él, aunque no apreciaba ningún
cambio. Mientras ella se lamentaba por la soledad y la ausencia de su amor, su
única compañía se estaba yendo.
Como tantas noches,
no podía dormir. Su cuerpo se había habituado al insomnio y su mente se paseaba
por los recuerdos. Sin embargo, esa noche no dejaba de pensar en su pequeño
pajarillo, le preocupaba y además, nadie como ella sabía lo que era sentirse
presa. Su prisión, la que ella había construido para ella, era voluntaria, pero
Pav no había elegido la suya. Con los primeros rayos de sol se levantó y se fue
directamente a la jaula y abrió la puerta. El pequeño Pav ni se movió. Cecilia
metió la mano en la jaula y lo sacó, se acercó a la ventana que estaba abierta
y lo echó a volar. Era primavera, los árboles del parque estaban en plenitud y
rodeados de flores. Pav con toda seguridad sabría vivir en la libertad que
hasta entonces desconocía. En aquella casa no había espacio para dos reos. Al
menos él merecía la oportunidad de ser libre.
Los días siguieron
siendo iguales. No se había dado cuenta ni siquiera de su aspecto, apagado y
cada vez más consumido. No había ni rutina en su vida, simplemente respiraba.
Ahora en sus recuerdos también estaba su pajarillo. Oía el piar de los pájaros
que venía desde el parque y eso, algunas veces, la hacía despertar. Una mañana
mientras se tomaba el café mirando hacia el parque, con la ventana abierta a
pesar del frío, voló hacia ella un pajarillo y se posó en su hombro. Al
principio, de la impresión dio un salto hacia atrás, pero el pájaro ni se movió
de su hombro. Muy despacio le acercó la mano y este se posó. Era exactamente
igual a Pav cuando lo trajo Ángel, con aquel bello y brillante plumaje. El
pajarillo saltó de su mano, revoloteó por el salón y nuevamente vino hacia ella.
Tenía que ser Pav, sin lugar a dudas. Había recobrado sus ganas de vivir y con
eso su belleza de antes. Cecilia esta vez lloró, pero de alegría.
Pav venía a diario
hasta donde estaba ella y muchas veces se quedaba entre aquellas paredes, pero
volando libremente. Cada vez que
llegaba, admiraba la recuperación que le había dado la libertad y sin darse
cuanta le empezaba a dar una pequeña ilusión que la impulsaba a levantarse cada
día. Y así, un buen día se plantó delante del espejo y se vio, por fin.
Descubrió que tenía la misma apariencia de Pav antes de ser libre. Sus ojos no
tenían brillo, su cara era cetrina y el pelo parecía un estropajo sin vida. Con
Pav posado en su hombro se acercó a la ventana y esta vez oyó la risa de unos
niños que jugaban con la nieve en el parque. Había llegado de nuevo la Navidad.
A pesar del frío y aquellos árboles sin hojas, volvió a encontrarse con el
color y el brillo de las luces. Mirando lo que le ofrecía aquella imagen aceptó
que se había robado su propia libertad, se había convertido en una sombra. Fue
el despertar de su pesadilla y decidió empezar a darle la libertad a su alma y
la mejor forma sería recuperando su plumaje, como Pav. Sacó del armario los adornos que aquél día
escondió y salió a buscar un gran abeto,
donde el pajarillo pudiera posarse. A medida que iban pasando las horas
se ilusionaba más con sus ideas. Buscó el caballete y sus pinturas y ella
misma, se arregló como si toda su vida empezara de nuevo.
Era otra Navidad y
ahora la veía desde aquel ventanal. Le parecía que los colores eran nuevamente
brillantes, más vivos. Sentada en aquel rincón seguía recordando, pero ahora los
recuerdos que le llegaban sólo eran aquellos donde veía a Ángel sonreír y
amándola. Pav voló hasta su cabeza y al ir a cogerlo rozó su melena que volvía
a tener el brillo y la vida de antes. Acercó sus labios al piquito de Pav y
volvió a mirar la jaula vacía. Allí estaba, la mantenía como un símbolo que le
recordaba que, la libertad en realidad, no tiene que ver con cadenas que nos
impongan otros, la libertad depende de la actitud ante la vida, depende de
querer ser libre.
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