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miércoles, 23 de diciembre de 2015

Pájaro de bello plumaje






Se quedó embelesada mirando la jaula vacía con la pequeña puerta abierta. Dejó los pinceles sobre la mesa auxiliar que tenía al lado del caballete y se acercó a la barra, extendió  el brazo y un pequeño pájaro de colores muy vivos y brillantes se posó en su mano. Cecilia lo aproximó a su cara y el pajarillo pareció entender lo que ella pretendía,  agachó su pequeña cabecita para dejarse rozar por los labios de ella.  Dio unos pasos hasta uno de los rincones de la habitación, al lado de un gran ventanal desde donde se podía ver el parque  y la gran avenida que bullía por el trasiego de gente y estaba inundada de luces parpadeantes y de muchos colores. Se sentó en el suelo. El pajarillo revoloteó un poco, pero volvió por sí mismo a posarse en ella, esta vez en su hombro.
Se lo trajo él una tarde, un día donde la alegría flotaba en el ambiente mientras Cecilia adornaba con guirnaldas y luces todo el apartamento. Serían las primeras Navidades desde que se decidieron a compartir sus vidas. Era muy pequeño y venía en una bonita jaula, como si fuera cualquier cosa  menos algo que tenía vida, pero en aquel momento no lo vio de esa manera, le pareció que era uno de los regalos más bellos que Ángel le había hecho. Para ella que disfrutaba tanto de los colores y del brillo que producía la luz sobre ellos, aquel  pajarillo le parecía una bella creación de la naturaleza. Le producía ternura y ella misma se sorprendía sonriendo cuando lo miraba anonadada, era tan bonito. Colocó la jaula en un lugar donde pudiera verla desde su estudio, para contemplarlo  mientras pintaba. Enseguida pensó que por su porte y aquella arrogancia que le daba el saberse bello, tenía que tener un nombre. Desde que lo oyó trinar por primera vez supo el nombre que merecía.  Lo llamó Pav, le parecía un pequeño Pavarotti que con sus trinos le dedicaba dulces serenatas. Ángel río a carcajadas cuando le dijo el nombre del pajarillo y la miró agradeciéndole la ternura que ofrecía con cada una de sus ocurrencias.
Nada presagiaba que en pocos días todo cambiaría y todas esas hermosas vibraciones se transformarían en recuerdos. Ángel la abandonó, pero no fue un abandono consciente, ni deseado, tampoco la había abandonado porque desapareciera el amor. Se había ido para siempre, se lo había arrebatado una carretera fría, mojada y solitaria, impidiendo que volviera a casa, a sus brazos.  Cecilia se sumió en una espantosa melancolía. Como una autómata recogió todos los adornos navideños y los regalos que había comprado para Ángel los metió en una caja y los donó. Los días empezaron a parecerle todos iguales, sin luz, ni deseos de encontrarla. Dejó de pintar y vagaba por aquel apartamento como un fantasma. Se había convertido en una autómata y una presa voluntaria, no solo de aquellas paredes, sino de una conducta depresiva.

Su tristeza no le permitía más que compadecerse de sí misma, sin mirar nada más a su alrededor. En uno de esos despertares que a veces tenía y que normalmente la terminaban derrumbando por los recuerdos, se percató  que Pav no cantaba como antes, solamente algún gorjeo cuando ella se acercaba a la jaula. No tuvo que mirarlo con mucha detenimiento para darse cuenta que al pajarillo le estaba pasando algo. Su plumaje se había tornado gris, sin brillo y parecía encogido dentro de la jaula. A Cecilia se le escaparon unas lágrimas viendo que su pequeño  Pav se  estaba consumiendo.  Acercó su cara a la jaula y comenzó a hablarle como tiempo atrás hacía, con suavidad y mucha dulzura. Pav parecía mover un poco su cabecita al oírla pero no cantaba ni revoloteaba dentro de la jaula como antes. El pequeño animalillo parecía que se estaba apagando, igual que ella. En ese momento reconoció para sí misma que había condenado al pequeño a su misma suerte, que cómo una sonámbula, solo se había acercado a Pav para ponerle agua y comida, pero él necesitaba algo que lo alimentaba más, su cariño. A partir de ese día estuvo muy pendiente de él, aunque no apreciaba ningún cambio. Mientras ella se lamentaba por la soledad y la ausencia de su amor, su única compañía se estaba yendo.
Como tantas noches, no podía dormir. Su cuerpo se había habituado al insomnio y su mente se paseaba por los recuerdos. Sin embargo, esa noche no dejaba de pensar en su pequeño pajarillo, le preocupaba y además, nadie como ella sabía lo que era sentirse presa. Su prisión, la que ella había construido para ella, era voluntaria, pero Pav no había elegido la suya. Con los primeros rayos de sol se levantó y se fue directamente a la jaula y abrió la puerta. El pequeño Pav ni se movió. Cecilia metió la mano en la jaula y lo sacó, se acercó a la ventana que estaba abierta y lo echó a volar. Era primavera, los árboles del parque estaban en plenitud y rodeados de flores. Pav con toda seguridad sabría vivir en la libertad que hasta entonces desconocía. En aquella casa no había espacio para dos reos. Al menos él merecía la oportunidad de ser libre.
Los días siguieron siendo iguales. No se había dado cuenta ni siquiera de su aspecto, apagado y cada vez más consumido. No había ni rutina en su vida, simplemente respiraba. Ahora en sus recuerdos también estaba su pajarillo. Oía el piar de los pájaros que venía desde el parque y eso, algunas veces, la hacía despertar. Una mañana mientras se tomaba el café mirando hacia el parque, con la ventana abierta a pesar del frío, voló hacia ella un pajarillo y se posó en su hombro. Al principio, de la impresión dio un salto hacia atrás, pero el pájaro ni se movió de su hombro. Muy despacio le acercó la mano y este se posó. Era exactamente igual a Pav cuando lo trajo Ángel, con aquel bello y brillante plumaje. El pajarillo saltó de su mano, revoloteó por el salón y nuevamente vino hacia ella. Tenía que ser Pav, sin lugar a dudas. Había recobrado sus ganas de vivir y con eso su belleza de antes. Cecilia esta vez lloró, pero de alegría.
Pav venía a diario hasta donde estaba ella y muchas veces se quedaba entre aquellas paredes, pero volando libremente.  Cada vez que llegaba, admiraba la recuperación que le había dado la libertad y sin darse cuanta le empezaba a dar una pequeña ilusión que la impulsaba a levantarse cada día. Y así, un buen día se plantó delante del espejo y se vio, por fin. Descubrió que tenía la misma apariencia de Pav antes de ser libre. Sus ojos no tenían brillo, su cara era cetrina y el pelo parecía un estropajo sin vida. Con Pav posado en su hombro se acercó a la ventana y esta vez oyó la risa de unos niños que jugaban con la nieve en el parque. Había llegado de nuevo la Navidad. A pesar del frío y aquellos árboles sin hojas, volvió a encontrarse con el color y el brillo de las luces. Mirando lo que le ofrecía aquella imagen aceptó que se había robado su propia libertad, se había convertido en una sombra. Fue el despertar de su pesadilla y decidió empezar a darle la libertad a su alma y la mejor forma sería recuperando su plumaje, como Pav.  Sacó del armario los adornos que aquél día escondió y salió a buscar un gran abeto,  donde el pajarillo pudiera posarse. A medida que iban pasando las horas se ilusionaba más con sus ideas. Buscó el caballete y sus pinturas y ella misma, se arregló como si toda su vida empezara de nuevo.
Era otra Navidad y ahora la veía desde aquel ventanal. Le parecía que los colores eran nuevamente brillantes, más vivos. Sentada en aquel rincón seguía recordando, pero ahora los recuerdos que le llegaban sólo eran aquellos donde veía a Ángel sonreír y amándola. Pav voló hasta su cabeza y al ir a cogerlo rozó su melena que volvía a tener el brillo y la vida de antes. Acercó sus labios al piquito de Pav y volvió a mirar la jaula vacía. Allí estaba, la mantenía como un símbolo que le recordaba que, la libertad en realidad, no tiene que ver con cadenas que nos impongan otros, la libertad depende de la actitud ante la vida, depende de querer ser libre. 
Autor: Nerea Acosta (@lenenaza) 





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