Allá, en una zona apartada de México, construyó su casita José, entre el río y las montañas… en el llano. Le quedaban cerca la iglesia, una tienda y una escuela. Las noches eran calmadas; el aire mecía las palmeras y los árboles al moverse frotando sus ramas que arrullaban la noche con la Luna llena.
El niño de José lloraba, y la mamá lo calmaba con su pecho. José estaba acostado a su lado. El niño se dormía y él era feliz al contemplarlo. Entonces, mientras él se acomodaba, pensaba en mañana, en el trabajo… en el campo.
Al amanecer, cuando los rayos del sol asomaban detrás del cerro lejano, José cabalgaba por el sendero mojado. Sus pies se humedecían mientras las patas de su caballo se empapaban, pero su marcha seguía.
Al acercarse al campo sembrado se escuchaba como el maizal crujía bailando con el viento que lo mecía. José sintió escalofrío y se ajustó el sombrero y subió el cuello de su camisa de rayas.
El día avanzó, las horas corrían, ya el sol se empinaba y su calor se sentía vistiendo de oro los montes, las praderas y los llanos. José iba alegre silbando una canción y pensando en su esposa y su niño que crecía. Trabajó como Dios manda; y a lo lejos divisó el humo de su rancho, que subía… Respiró profundo, y el aroma de café tostado de los alrededores poblados, lo envolvía… así como el de leña quemada. Sintió un placer singular. Llevaba su carga… y ahora pensaba en todo lo que haría cuando la vendiera. Iría al pueblo a comprar el pan, la leche y la cal para las tortillas con que se alimentaban. Pero aún algo le faltaba. Tendría que cazar un animal para la cena. Por eso llevaba su cuchillo, un saco y su escopeta cargada.
Ahora observaba ─escopeta en mano─ buscando qué cazar, Se presentó un mapache. Su carne muy preciada. Apuntó su escopeta; esperaba un buen disparo… pero el mapache lo miraba y José lo contemplaba. Le pareció que lloraba, suplicándole que no disparara, y volteó su cabecita hacia allá donde sus hijitos lo esperaban.
José movió su mirilla… y allí en el interior de una cueva, unos ojitos que brillaban, lo miraban… y se acordó de su hijito cuando lloraba con hambre…
Se le encogió el corazón, y un nudo se le hizo en su pecho. Guardó su escopeta, el cuchillo y su saco, y regresó despacio. Su caballo quería alejarse pronto, porque sintió lástima también.
El día se completaba. El sol descendía de lo alto vistiendo ahora de rojo los montes, las praderas y los llanos. José llegaba cansado pero con el corazón contento. Se escuchó el canto de un gallo, el timbre de la escuela y los niños que regresaban a sus ranchos con sus libros, alegres de regreso a casa. Y allá… en el monte cercano, regresaban muy felices los hijitos del mapache después de disfrutar el día.
Autor: Óscar M. Durán (@OscarDuranBook)
"Sólo dos legados duraderos podemos dejar a nuestro hijos: uno, raíces; otro, alas"
Hodding Carter
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