Abrió su maleta y fue colocando la ropa en el armario de aquella inmensa
habitación de hotel que tenía para ella sola. Su mirada se desvió hacia la
puerta de la terraza desde donde podía contemplar la arena blanca y el mar azul
turquesa. Pero ni esa espectacular vista pudo evitar que las lágrimas asomaron por sus ojos al
pensar en su particular “annus horribilis”, en lo poco que quedaba para
finalizar este año que se había convertido en una pesadilla.
A principios de año a su padre le diagnosticaron Alzheimer. Hacía poco más
de dos años que sus padres se habían jubilado y cuando empezaban a disfrutar de
una vida relajada, de una vida plena, después de habérsela pasado trabajando
día tras día para sacar adelante el pequeño negocio de ultramarinos que tenían
en uno de los barrios de la ciudad, siempre madrugando, casi ningún día de
fiesta y siendo pocas las veces en que la familia entera se fue de vacaciones. Este sacrificio hecho por sus padres, les permitió a ellas y sus otros dos hermanos disfrutar de una vida fácil y poder estudiar aquello que quisieron. Durante
las primeras semanas después de la fatal noticia todo eran promesas de ayuda y
el tan socorrido “aquí nos tienes para lo que necesites”, pero al cabo de los días todas aquellas
promesas se evaporaron como el humo, y tanto ella, como sus hermanos y su madre
se encontraron solos ante aquella cruel enfermedad. Y ante esta situación volvió a surgir la
valentía, el coraje y el empeño de su madre, que siempre les hizo seguir
adelante ante cualquier adversidad. Su madre hizo frente a los nefastos
pensamientos y los malos augurios que todos tenían respecto a la enfermedad del
padre y decidió luchar para retardar lo que más pudiera que su marido cayera en el oscuro pozo del olvido. Y decidió que disfrutaría de la vida junto a su marido,
y es por eso que en aquellas fechas estaban embarcados en un crucero, haciendo aquello que tenían pensado hacer
antes de aparecer la enfermedad. Ella declinó la invitación de su madre para
que los acompañara en el viaje, pero al ver la actitud de su madre ante la
situación que estaba viviendo, perdió el miedo y ese estúpido pudor a viajar
sola y rebuscando entre las ofertas de
última hora de las web de viajes encontró aquello que siempre quiso hacer,
disfrutar de la última puesta de sol del año en una paradisíaca playa.
Una vez tuvo colocada la ropa en el
armario, se puso el traje de baño y cogió
el pareo, las sandalias y aquel libro que siempre tuvo olvidado en la mesilla
de noche dispuesta a tomar el sol en una de aquellas tumbonas que estaban cerca
de la orilla del mar. Siempre pensó que este viaje lo haría con Miguel, el que fuera su pareja durante más de 10
años. Su relación se había enfriado y vuelto monótona, y más aun con el mazazo del diagnóstico
de su padre, ella pasaba más tiempo en casa de sus padres, ayudando en todo todo lo que podía, dejando de lado
a su pareja, de la cual tampoco obtuvo el apoyo esperando. Pero lo que nunca
pudo imaginar es que a principios de junio Miguel le dijera que había conocido
a otra persona y que iba a iniciar una nueva vida junto a ella. La misma noche
en que Miguel se fue se encontró terriblemente sola, las lágrimas no dejaron de
brotar de sus ojos, y un profundo dolor
invadió su cuerpo, un dolor que fue mitigando con el paso de los días, de las
semanas, de los meses, pero que aún hoy seguía latente en su interior.
Se quedó embelesada
mirando la jaula vacía con la pequeña puerta abierta. Dejó los pinceles sobre
la mesa auxiliar que tenía al lado del caballete y se acercó a la barra,
extendió el brazo y un pequeño pájaro de
colores muy vivos y brillantes se posó en su mano. Cecilia lo aproximó a su
cara y el pajarillo pareció entender lo que ella pretendía, agachó su pequeña cabecita para dejarse rozar
por los labios de ella. Dio unos pasos
hasta uno de los rincones de la habitación, al lado de un gran ventanal desde
donde se podía ver el parque y la gran
avenida que bullía por el trasiego de gente y estaba inundada de luces
parpadeantes y de muchos colores. Se sentó en el suelo. El pajarillo revoloteó
un poco, pero volvió por sí mismo a posarse en ella, esta vez en su hombro.
Se lo trajo él una
tarde, un día donde la alegría flotaba en el ambiente mientras Cecilia adornaba
con guirnaldas y luces todo el apartamento. Serían las primeras Navidades desde
que se decidieron a compartir sus vidas. Era muy pequeño y venía en una bonita
jaula, como si fuera cualquier cosa
menos algo que tenía vida, pero en aquel momento no lo vio de esa
manera, le pareció que era uno de los regalos más bellos que Ángel le había
hecho. Para ella que disfrutaba tanto de los colores y del brillo que producía
la luz sobre ellos, aquel pajarillo le
parecía una bella creación de la naturaleza. Le producía ternura y ella misma
se sorprendía sonriendo cuando lo miraba anonadada, era tan bonito. Colocó la
jaula en un lugar donde pudiera verla desde su estudio, para contemplarlo mientras pintaba. Enseguida pensó que por su
porte y aquella arrogancia que le daba el saberse bello, tenía que tener un
nombre. Desde que lo oyó trinar por primera vez supo el nombre que
merecía. Lo llamó Pav, le parecía un
pequeño Pavarotti que con sus trinos le dedicaba dulces serenatas. Ángel río a
carcajadas cuando le dijo el nombre del pajarillo y la miró agradeciéndole la
ternura que ofrecía con cada una de sus ocurrencias.
Nada presagiaba que en pocos días todo
cambiaría y todas esas hermosas vibraciones se transformarían en recuerdos.
Ángel la abandonó, pero no fue un abandono consciente, ni deseado, tampoco la había
abandonado porque desapareciera el amor. Se había ido para siempre, se lo había
arrebatado una carretera fría, mojada y solitaria, impidiendo que volviera a
casa, a sus brazos. Cecilia se sumió en
una espantosa melancolía. Como una autómata recogió todos los adornos navideños
y los regalos que había comprado para Ángel los metió en una caja y los donó.
Los días empezaron a parecerle todos iguales, sin luz, ni deseos de
encontrarla. Dejó de pintar y vagaba por aquel apartamento como un fantasma. Se
había convertido en una autómata y una presa voluntaria, no solo de aquellas
paredes, sino de una conducta depresiva.