Todo ocurre por una razón, o al
menos eso quiero pensar. Y a veces, la vida se confabula para regalarte una
sorpresa que al principio parece un dardo envenenado. Yo no soy de los que se
achican. De los que se dejan llevar por la tristeza o el desconsuelo cuando las
cosas no ocurren como uno quiere. Eso no quiere decir que no sea sensible, que
lo soy. Es solamente que prefiero poner buena cara a los nubarrones en vez de
quedarme quieto cuando la lluvia arrecia y te pilla sin paraguas.
Me encanta viajar ¿Os lo había
dicho ya?; creo que no he tenido oportunidad. Sí, me encanta. No por el hecho
en sí de conocer lugares diferentes, ni siquiera por salir de la monotonía o de
lo que uno ve todos los días. Tal vez lo que me atrae es la sensación de que
algo puede ocurrir en cualquier momento, a la vuelta de la esquina, y que esa
emoción se potencia cuando uno no sabe lo que hay al otro lado de una calle que
no había pisado nunca. Así que esa mañana decidí tomar las riendas de mi vida
de nuevo, en busca de ese cosquilleo en el estómago. No había sido un buen día,
ni una buena semana, llevaba siendo un mes desastroso en realidad. Por eso,
pensé que ya estaba bien de llorar, de dejarme caer en el sillón con la comedia
romántica de turno para hacerme esa especie de Harakiri permanente y absurdo
que solo me llevaba al vacío con palomitas, pero vacío al fin y al cabo.
¡Ya era suficiente! Sí. Me vino a
la memoria aquella frase de “Love Actually”, una de mis favoritas de siempre y
no solo de ahora, que estaba tan perdido en la nostalgia. Aquella escena
memorable. Recordad, el chico enamorado de la mujer de su mejor amigo, a la que
visita en secreto para autoflagelarse con aquellos carteles que iba pasando
mientras sonaba un villancico.
Eran las nueve de la noche, y a pesar que a esa hora empezaba la cena y
posterior fiesta de fin año a la que había sido invitado, él seguía en la
ducha, sin prisa, tomándose su tiempo, le encantaba sentir la sensación de
pureza que le producía la caía del agua sobre su cuerpo. Su móvil no dejaba de sonar, debería ser
Marisa, una inteligente y atractiva abogada de 33 años, a la que ningún otro hombre, salvo él, habría hecho esperar, preguntando
donde diablos se había metido. Salió de la ducha y mientras se secaba, vio su
reflejo en el espejo del baño, y al ver
lo que mostraba, sonrió ufano pensando que no podía estar mejor a su cuarenta
años y que valían la pena las horas que pasaba en el gimnasio. Casi todos
decían de él que era un triunfador, un líder nato, y no podía reprimir el
orgullo que le producía ver las miradas de envidia del resto al saber de su éxito como asesor
fiscal en la multinacional donde trabajaba, de las mujeres que pasaban por su vida y de
poder realizar todo aquello que quería gracias al dinero que ganaba.
Se dirigió a su inmenso vestidor, dispuesto a coger el traje que había
llevado a la tintorería para la fiesta de hoy. Y mientras se vestía, le invadió
otra vez el mismo pensamiento que llevaba persiguiéndole desde hacía días,
desde que se había enterado de la noticia. Volvía a pensar en Sara, y en lo
poco que había cambiado a pesar de haber pasado 10 años desde la última
vez que la había visto. Salvo las líneas de expresión propias del final de su treintena, aún conversaban esos bellos rasgos y esa mirada dulce que desde un primer
momento le habían cautivado. A primeros de diciembre alguien le contó que se había divorciado hacía unos meses, y no pudo vencer la curiosidad de
saber de ella, así que buscando por google llegó a su facebook donde descubrió
que tenía un hijo de 4 años que se parecía mucho a ella, que había logrado
montar la consultoría para ayudar a nuevos emprendedores de la que tanto
hablaba mientras trabajaba en el banco y por sus fotos parecía tener una vida
feliz, rodeada de sus amigos y familia. Parecía haber logrado lo que siempre
quiso y de aquello que él no quiso formar parte…. Y de pronto sintió un inmenso
vacío.
Cuentos todos ellos, con alegres y hermosos finales.
Pues bien, yo dispongo de mi propio cuento, un cuento aún sin final….
Noche de Navidad, una familia reunida en torno a una mesa llena de
viandas, se comía, se reía y se disfrutaba, todo transcurría según lo planeado
excepto por un único e inesperado contratiempo, la madre comenzó a notar que
esa niña que crecía dentro de sí no estaba dispuesta a esperar más tiempo. Poco
le importaba a esa niña el pavo, el árbol espectacularmente adornado, los tradicionales
villancicos o los cuentos que se contaban de generación en generación. Ella
quería salir, cabezota como su madre, decía su padre. Así que todos, en esa
mágica noche, se trasladaron apresuradamente al hospital a concluir allí la
dulce velada. Fue pasada la media noche, la pequeña llegó a este mundo,
cubierta de regalos y colmada de felicidad, en un hospital repleto de árboles
de navidad y miles de adornos, ella en su cunita comenzando a respirar y sin
saber que esa fecha sería especial para ella durante el resto de su vida.
Los años, inevitablemente fueron pasando, cada navidad y una vez
pasadas las 12, ella cumplía un año más, siempre rodeada de su familia y de
todos los regalos que se acumulaban con doble motivo. La niña se convirtió en
mujer, y aunque ya sin tantos regalos, siempre con la misma ilusión de saber
que, cada Navidad, podía contar su propio cuento, vivirlo día a día, con el único
deseo de ser feliz en la vida.
Para mí no es un cuento más, soy yo, y desde pequeñita siempre pensé
que mi cuento ya estaba escrito, que lo que he de hacer es darle forma a medida
que mi vida va pasando, intentar descifrar cada camino, pero sin olvidarme de
reír a cada paso con esa sonrisa de niña que siempre me acompaña, la que me
ilumina a diario, la que tras el espejo voy distinguiendo con el paso del
tiempo. La que nunca quiero perder, pasen las navidades que pasen, porque en
realidad, la única magia de la vida, es no perder la ilusión por vivirla. Este
año, cuando cierre los ojos, posiblemente, pida ese deseo, sonreír y seguir
viviendo mi cuento.
Quizás no sea el mejor, pero es el mío, es mi precioso cuento.
Este año tienes nuevos invitados para ayudarte
a soplar las velitas de tu cumpleaños y para vivir, en la distancia, tu
particular celebración. Te deseamos mucha alegría en estos días y que la vida
te brinde toda la felicidad que mereces. Gracias por compartir con todos
nosotros tu cuento de Navidad.
"¿Qué hace falta para ser feliz? Un poco de cielo azul encima de
nuestras cabezas, un vientecillo tibio, la paz del espíritu"