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martes, 30 de diciembre de 2014

En todas partes...


Todo ocurre por una razón, o al menos eso quiero pensar. Y a veces, la vida se confabula para regalarte una sorpresa que al principio parece un dardo envenenado. Yo no soy de los que se achican. De los que se dejan llevar por la tristeza o el desconsuelo cuando las cosas no ocurren como uno quiere. Eso no quiere decir que no sea sensible, que lo soy. Es solamente que prefiero poner buena cara a los nubarrones en vez de quedarme quieto cuando la lluvia arrecia y te pilla sin paraguas.
Me encanta viajar ¿Os lo había dicho ya?; creo que no he tenido oportunidad. Sí, me encanta. No por el hecho en sí de conocer lugares diferentes, ni siquiera por salir de la monotonía o de lo que uno ve todos los días. Tal vez lo que me atrae es la sensación de que algo puede ocurrir en cualquier momento, a la vuelta de la esquina, y que esa emoción se potencia cuando uno no sabe lo que hay al otro lado de una calle que no había pisado nunca. Así que esa mañana decidí tomar las riendas de mi vida de nuevo, en busca de ese cosquilleo en el estómago. No había sido un buen día, ni una buena semana, llevaba siendo un mes desastroso en realidad. Por eso, pensé que ya estaba bien de llorar, de dejarme caer en el sillón con la comedia romántica de turno para hacerme esa especie de Harakiri permanente y absurdo que solo me llevaba al vacío con palomitas, pero vacío al fin y al cabo.
 ¡Ya era suficiente! Sí. Me vino a la memoria aquella frase de “Love Actually”, una de mis favoritas de siempre y no solo de ahora, que estaba tan perdido en la nostalgia. Aquella escena memorable. Recordad, el chico enamorado de la mujer de su mejor amigo, a la que visita en secreto para autoflagelarse con aquellos carteles que iba pasando mientras sonaba un villancico. 


Había luchado contra todo, contra sus sentimientos, y se había dejado la piel en ello, pero sabía por fin que era suficiente. Y esa misma sensación del protagonista era la que yo tenía ahora. Lo había dado todo pero ya bastaba. Y sin carteles ni música. No en Londres, sino en el Sur y también en Navidad, enfilé aquella calle solitaria en mi mente en busca de lo que está en todas partes. 

[…]

Mi abuela siempre me decía que yo era un soñador. Yo me reía cada vez que ella me lo comentaba. Era una mujer sabia, adelantada a su tiempo. De esas que te miraban y te lo decían todo sin pronunciar una palabra. Nunca me he sentido, bueno os mentiría, prácticamente nunca me he sentido tan a salvo como entre sus abrazos tiernos. Y hoy los echaba de menos, no sabéis cuanto. 
-¡Un soñador, un bendito soñador es lo que eres!-me repetía mientras esbozaba esa sonrisa que lo curaba todo, y que yo guardo dentro para los días nublados como estos. Y ahora que ha pasado el tiempo y que ya no la tengo a mi lado, tengo que reconocer que llevaba razón. Y que tal vez este soñador no ha nacido en tiempos buenos para la utopía, pero que sobrevive a pesar de todo, con un pequeño barniz de realidad cada mañana…
 Bueno, que me pierdo y no sigo con la historia. Os decía que había decidido esa mañana tomar de nuevo el control y lanzarme a lo desconocido. No necesitaba muchas cosas, y además siempre he pensado que todo sale mejor  cuando no se piensa demasiado y uno se deja llevar por la intuición. Aunque en realidad con ese sistema me he llevado algunos de los palos más grandes de mi vida, pero tengo que reconoceros que también las mayores alegrías. Así que en apenas unos minutos llené como pude la maleta, cogí la cartera, y después de hacer unas llamadas me dispuse a recorrer kilómetros sin destino fijo. En un viaje iniciático un poco absurdo por inesperado, pero necesario.
Y ahora la pregunta era ¿Adónde dirigirme? O a lo mejor esa no era la cuestión importante, tal vez era la que todo el mundo se haría. Si lo que buscaba no tenía nombre, ni remite, qué más daba, pensé. Mejor decidir sobre la marcha.

 
En lo disparatado de toda esta historia, porque realmente en el fondo así puede parecerlo, pensé que iría tomando cada decisión dejándome llevar por cada nombre. Sí. Por los nombres de los pueblos y ciudades que encontrara en el camino. No os riais, sí, una estupidez… Como si una suerte de sendero invisible se dibujara en mi mente. Tenéis que comprender que mi estado emocional no era el más adecuado, aunque eso no explica suficientemente tan descabellado plan ni a este loco que os escribe.
Ahora ya tan solo tocaba tomar una dirección. 
Ni corto ni perezoso busqué en el bolsillo una moneda -Norte cara, cruz Sur- el este y el oeste lo dejaría para otro momento. Cerré los ojos por un instante, como velando armas buscando la concentración necesaria, y tras abrirlos lance el metal al aire en un viaje que me pareció eterno. Y en aquel espacio frío de una mañana de Diciembre, tras varios giros, el destino no escrito, o tal vez más de lo que yo pensaba, tomó forma, sentido y rumbo. El norte nos esperaba al fin, a mí y a mi suerte.    

     […]  
 Decidí que el norte empezaba en Despeñaperros.
Así que conduje tranquilamente con la música a todo trapo, mientras los kilómetros se apresuraban a presentarme paisajes realmente preciosos. La carretera se abría camino entre ellos, zigzagueando curiosa, como si quisiera adivinar que iba a pasar con estas andanzas. El día ayudaba, radiante, y poco a poco fui acercándome a la frontera. A aquellos montes imponentes, ensortijados de árboles que suponían un punto de no retorno. Tomé aire, y como en un ritual, decidí cruzarlos despacio, ralentizando mi marcha para disfrutar del momento. Aquel enorme viaducto como colgado en el aire se abría en el horizonte, y pensé que tal vez era una metáfora de mi propia existencia, y que era un puente hacia una nueva vida. A partir de allí todo dependería de mi instinto y de lo que el futuro me tuviera deparado.
Resolví continuar el camino sin apartarme de la ruta principal. Al principio era difícil decidir por donde seguir, y cada cruce, cada salida, se convertía en una posibilidad desconocida frente a mis ojos. No podía hacer otra cosa que sonreír por aquella ocurrencia que me torturaba a cada rato, y me hacía plantearme si era el siguiente cruce el que llevaría a mi destino. Pero qué importaba el nombre que la historia hubiera decidido ponerle a cualquiera de los pueblos que nacían a ambos lados; si tenía que llegar a algún lugar, llegaría, pensé.


La siguiente señal a la derecha me indicaba Santa Cruz de Mudela; deliberé sonriendo que un camino santificado no podía ser malo así que autoconvencido, decidí continuar hasta que otra indicación me apartara de aquella ruta. Y así fueron transcurriendo los minutos y las horas, que caían impasibles bajo la batuta de aquel cargador de CDs inagotable. Y yo no encontraba excusa, ni inspiración alguna en las decenas de nombres y lugares que aparecían en cada salida. Y se fueron sucediendo, uno tras otro, entre lomas y llanuras. De pronto, el indicativo de Toledo se desplegó en el horizonte, y como si una llamada invisible me avisara puse el intermitente, sin dudarlo. La Ciudad de las tres culturas, me esperaba, pensé ¿Adónde mejor que allá donde todos han convivido y aún quedan para siempre prueba imborrable de sus huellas? Tal vez esa era la respuesta que esperaba… 

     […]
La Ciudad apareció engalanada para mí como una novia. Recuerdo que al dejar el coche junto aquel hotel abrigado en piedra, tuve la sensación de que era el lugar adecuado, no sabría cómo explicarlo. Se respiraba tanta paz y armonía al caminar por aquellas calles empedradas bajo la luz anaranjada de las farolas, que todo invitaba al silencio y la meditación. La que yo necesitaba. El bullicio de la mañana había dado paso a la tranquilidad; y las parejas, de la mano, se hacían arrumacos por las callejuelas, y tengo que reconoceros que por primera vez me sentí solo y con un nudo en la garganta.
No sé cuánto tiempo caminé por aquellos barrios anclados en la historia. Solo sé que la música me llevó como en volandas a aquel lugar. Y cuando quise darme cuenta, allí estaba yo, en mitad de aquel callejón perdido en la Ciudad Imperial, atrapado por una melodía que me arrastraba como el canto de las sirenas.


Me costó abrir aquella puerta. Pesada, y por supuesto antigua. Pero apenas la había desplazado unos centímetros de su marco, aquella voz estalló dentro de mí, no me preguntéis porqué. Caminé unos pasos, al fondo de un largo pasillo se abría una estancia de techos altos, y no más de una docena de pequeñas mesas se abarrotaban bajo la luz de pequeñas lamparitas. Decidido me adentré en ella. Apenas si era capaz de vislumbrar sus caras; solo el sonido del cristal al chocar las copas y los pasos quedos, y de fondo aquel canto de mujer.
No lo dudé y decidí sentarme en la única mesa libre que quedaba a la derecha del pequeño escenario, mientras mis ojos se acostumbraban a aquella luz tenue y casi misteriosa. Recuerdo que con el primer trago de vino pude al fin poner rostro a aquella voz. Y también recuerdo que ya no pude dejar de hacerlo.
Puede que el resto de la historia os pueda parecer increíble. Pero realmente ocurrió así. No sé si fue el azar o el destino, o si hubiera llegado a cualquier otro sitio si aquella moneda hubiera dado otra dirección a la veleta de mi aventura. Sinceramente creo que de todas formas hubiera aparecido sin saber cómo en aquella calleja para escuchar su melodía. Porque inexplicablemente, ella no dejó igualmente de mirarme desde que yo lo hice. Y las horas se sucedieron eternas aquella noche, bajo aquel cielo engalanado mágicamente de estrellas.
Así que querida abuela, hoy quiero dedicarte esta historia. Aquí desde esta preciosa terraza que se abre a los cuatro vientos de Toledo. Ya han pasado muchos meses, y quiero que sepas que sigo aquí. Al norte de mi patria, pero en el centro de mis sueños. Esos que Tú alimentaste con tu cariño y ternura, para que yo los sembrara en otras tierras. Para que los recogieran otras manos, y otros ojos, pero con el mismo amor. Ese, el de verdad, el que Tú me enseñaste.
Autor: PROSILAND (@PROSILAND)






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