A Paco Inda los demás mendigos de
la zona le llamaban «el Enterao». Llevaba siempre colgado del cuello, como un
cencerro, un transistor a pilas que escuchaba continuamente para estar al tanto
de las últimas noticias. Jamás sintonizaba música, deportes ni programas de
esos de madrugada, los de misterio o los otros, esos donde la gente cuenta sus
intimidades. El Enterao sólo escuchaba tertulias políticas. Después informaba
de la actualidad a otros mendigos a la menor oportunidad, les daba la brasa,
especialmente las noches de invierno en las que el frío se ensañaba tanto con
sus mordiscos que no quedaba otra que tratar de resguardarse en algún albergue.
«¡Apaga ya eso!»; «¡pon música!», solían gritarle, cuando el continuo murmullo
de su radio se les hacía fastidioso.
El Enterao aseguraba haber sido
un empresario de éxito que no se privaba de ningún lujo, pero la crisis le
había llevado a esa situación de miseria y precariedad. No le hacían demasiado
caso porque en la calle muchos contaban historias similares, y nunca se sabía
quién mentía y quién decía la verdad: este se codeaba con la alta sociedad,
pero las drogas… Aquel se colgó de una mala mujer que le dejó sin hijos, chalet
ni BMW…
La noche del 11 de diciembre de
2014, el Enterao se acostó a dormir en un cajero de Bankia. Le gustaba más el
parque (había menos luz), pero la semana pasada unos animales de ultraderecha
mandaron desde allí a la Bombi al hospital. Pasó de estar durmiendo
tranquilamente en el banco del parque, sin meterse con nadie, a recibir una
lluvia de golpes e insultos sin comerlo ni beberlo. Por lo menos no la quemaron
viva, como hace unos años a Juana, la francesa (se llamaba Jeanne, pero todo el
mundo le decía Juana).
Así que al menos hasta que se
tranquilizaran un poco los ánimos, para las noches el Enterao prefería ese otro
banco. Además, era un poco suyo. Ahora no (bueno, también, con el IVA cuando
compraba comida y eso), pero durante mucho tiempo cotizó y pagó impuestos, y
esa entidad había sido rescatada con dinero público. 23.500 millones de euros,
le explicaba el Enterao a quien quisiera escucharle y a quien no, llenándose la
boca, pareciéndole que al repetir esa inconcebible cantidad (23.500 millones de
euros, vein-ti-tres-mil, que en pesetas serían… ¡Bufff!) se le pegaba algo de tanta
riqueza.
Cuando los demás se cansaban de
oírle y le preguntaban que por qué no les habían rescatado a ellos, a la gente
de la calle, el Enterao hacía un gesto despectivo con la mano y les contestaba
con condescendencia: «vosotros no entendéis de política». Otras veces les
acusaba de hacer demagogia, que no sabía muy bien lo que significaba pero que
debía de ser algo grave, porque los señores tertulianos, tan ilustrados ellos,
la usaban mucho en situaciones similares para callar a los progres oportunistas.
«Anda que no hay que tener pocas luces para ser de izquierdas en pleno siglo
XXI», solía repetir el Enterao.
Esa noche, acurrucado sobre un
gran cartón, de buena calidad, de marca —Balay— («Ojalá el PP continúe
gobernando para que la economía no se estanque y sigan fabricando frigoríficos,
que estos embalajes vienen muy bien»), el Enterao se dispuso a escuchar el
final de su programa preferido. Por suerte para él, la política lo copaba y lo
copa todo, abundan las tertulias y debates cualquier día de la semana, mañana,
tarde o noche.
Con el transistor de almohada
(hay quien le decía que el aparato había cogido ya la forma de su oreja), se
quedó observando los adornos de Navidad de la calle, al otro lado del cristal.
Fuera por la hora o por la postura, aquello le recordó la tímida luz que su
madre dejaba encendida en la mesilla de noche para que no tuviera miedo. Ojalá
volviera, ojalá ese fuera todo el temor que sintiera ahora, el de un niño
arropado en su cálida cama. Hoy, en cambio, tenía miedo hasta de la policía.
El recuerdo de su infancia hizo
que se le humedecieran los ojos, pero al menos, la lágrima que resbaló por su
cara estaba limpia y caliente.
La radio le trajo de vuelta a la
realidad. Reprodujeron unas importantísimas declaraciones del presidente del
Gobierno: «Estas Navidades van a ser las primeras Navidades de la
recuperación». El Enterao se alegró muchísimo y desplegó una pícara sonrisa
gris. En Nochebuena cogería un taxi, pero un taxi-taxi, un Mercedes por lo
menos, y le ordenaría al conductor que le llevara al restaurante más elegante
de la ciudad; allí se pondría ciego a marisco y a vino, pero a vino-vino, de
botella de cristal, y luego se iría a discotecas de esas en las que sólo dejan
entrar a gente importante, y al final se marcharía a dormir a un hotel de cinco
estrellas, el que tenga los mejores radiadores. Y el Cuchi, el Ponche, el
Cochino y los demás que se ríen de él por su afición a la política volverían a
pasar la Nochebuena en la calle o en el albergue. Se lo tenían merecido. Ellos
se lo habían buscado, por no estar informados.
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