¿Quién no ha buscado alguna vez la solución mágica para sus males?
Para nuestras penas y nuestros fracasos. ¿Quién no?
Para todo aquello que aunque invisible, se nos dibuja en el rostro una mañana cualquiera, casi siempre sin avisar y sin estar preparados.
Un bálsamo, sí.
Uno para las heridas. Esas que no sangran, pero que duelen como ninguna. Las de dentro, las de lo más profundo; las del alma…
La vida; la mía, la nuestra, se construye; la construimos a cada instante. Para envolvernos sin darnos cuenta con sus colores, con tonalidades de una paleta de la que no siempre somos pintores. Y si lo somos, muchas veces más aprendices que maestros.
Trazos gruesos, trazos finos…
Delicados o ásperos; pero que dibujan en el aire emociones y vivencias que marcan el paso de nuestro tiempo. Sinfonía de horas que nos modelan, que nos anclan o nos liberan. Que nos hacen como la huella al camino.
Camino del que no siempre somos conscientes, ni cómplices. Que muchas veces no saboreamos por el simple placer de recorrerlo, de hacerlo nuestro, absortos simplemente en el horizonte. Extraviados en conseguir logros y metas más que en paladear cada segundo, cada paso.
Y no siempre los matices son brillantes. No siempre.
A veces la vida nos regala horas amargas, para devolvernos a la tierra, de rodillas. Para volver a oler de cerca su esencia. Al simple terruño regado por aguas saladas, las nuestras. Y así dejar de sentirnos eternos, absolutos y volver a ser lo que siempre fuimos… seres de paso.
Y entonces, parece que perdemos el rumbo y hasta el norte.
Que lo que era sencillo se vuelve imposible, y la loma se torna montaña. Que falta el aire, la paz, y el sosiego. Y ya no encontramos soluciones, porque tal vez no existen, y si las hay parecen tan lejanas…
Sí. Todos nos hemos sentido alguna vez perdidos, sin salida.
Tal vez vivimos demasiado anclados al día a día, a la rutina que nos pone un corsé invisible que nos aleja de lo importante, y cuando este se presenta, a veces nos devuelve la humildad, para sentirnos vulnerables. Simplemente personas.
Y recordarnos, quienes somos, donde estamos y a quien tenemos.
Pero si buscamos dentro, hay respuestas. Solución donde siempre lo ha habido, alivio para el desconsuelo.
Tal vez pensemos que para esto no hay tiritas, que no se fabrican. Que no hay factoría para tan necesario producto, ni farmacia que las venda. Pero las hay, si sabemos buscarlas…
Tan cercanas, que pasan desapercibidas.
Tan baratas que no les echamos cuenta.
Tan sencillas, que no las recordamos.
Basta tan solo abrir los ojos, para verlas. Para sentirlas. Y entonces cuando todo parece imposible, aparecen. Porque siempre han estado ahí, cada día, pero lo habíamos olvidado.
Y en un instante, calman nuestras heridas. Alivian nuestros pies cansados, y de nuevo, vuelve la luz al sendero.
Las hay. Yo llevo unas cuantas sobre la piel herida.
Son las de la ternura y el abrazo.
Las de aquí me tienes; las de la mirada que te envuelve, las de la mano y la calma.
Son las de la sonrisa y el cariño. Las de las noches contigo. Las de a cualquier hora o momento... pero a tu lado.
Las de unos pocos y las de muchos.
Las del AMOR con mayúsculas.
Sí, yo las llevo, no tengáis miedo.
Hay tiritas para la tristeza… y para la esperanza.
Autor: PROSILAND (@PROSILAND)
"Se oscurece el sol al mediodía y enmudece la música del alba cuando hay tristeza en el corazón"
Edward Young
Más de Prosiland en su blog Para el Viento... Blog de PROSILAND
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